AFORISMO ESDRÚJULO.

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Era yo más joven -decir que era más “bello” se presta al escepticismo y puede ocurrir que en un arrebato de incredulidad deje Usted de leer- y me encantaba generalizar; todo era negro o blanco. Me acuerdo que el Adolfo, hasta hace muy poco, luego de terminar de ver una película, invariablemente quería saber quién había sido el “bueno” y quién el “malo”; o quién había ganado o perdido; sobre todo en esas películas donde campea el drama y las fisuras morales de los personajes hace difícil distinguir sus motivos o a quién le asiste la razón. Ahora pienso que generalizar constituye el método más sencillo para equivocarse. Tan compleja, tan rebuscada, tan contradictoria, tan azarosa es la vida, que el atajo más simple para el error pasa por la generalización excesiva. Sin embargo, sin las generalizaciones, certeras a veces, atropelladas o no, buena parte de lo que nos rodea no sería posible.

Sin ir más lejos, considérese lo siguiente: Cuando a mí me enseñaron los rudimentos del derecho, recuerdo que para distinguir a las normas jurídicas de cualquier otro tipo de reglas de conducta, se las caracterizó como: Externas, heterónomas, bilaterales y coercibles; o lo que es lo mismo -en un afán muy sintético- que solamente se ocupan de las conductas de los individuos, no de sus sentimientos o pensamientos; que el creador de la norma es distinto del destinatario; que frente al obligado por la disposición, siempre existe alguien legitimado para exigir su cumplimiento; y que si no se acatan voluntariamente, es posible hacer uso de la fuerza estatal para garantizar su observancia. Y así, fue posible diferenciar las normas jurídicas de las morales que son todo lo opuesto: Internas, autónomas, unilaterales e incoercibles; y en general, de cualquier otra. Con el correr de los años, uno se da cuenta por fuerza que esa “distinción” es aparente. Solo hablando de las normas jurídicas, por ejemplo, decir que se prescinde de la voliciones es falso pues en multitud de ocasiones la intención es determinante para evaluar la conducta y la consecuencia (piénsense en los conceptos de “dolo”, para el derecho penal; o “mala fe”, para el civil). O bien, existe una gran cantidad de normas jurídicas que son declarativas y no reconocen ningún derecho y por ende no imponen ningún deber; como por ejemplo, decir que México es una República representativa, democrática, laica y federal (artículo 40 de la Constitución federal); y es así, porque la Propia Constitución, aun sin esa declaración, se encarga de detallar el modo en que está organizado política y jurídicamente el país. Empero, sin esa generalización preliminar, por imperfecta que resulte, quizá yo nunca habría podido entender qué es una norma jurídica. Necesité avanzar desde el equívoco para alcanzar cierto grado de entendimiento que me permitiera construir una visión propia. Creo que, en general, así es como los seres humanos hemos construido nuestra noción del Mundo; desde la física de Aristóteles a la de Stephen Hawking media un abismo; pero no habríamos podido llegar al último sin el primero. La dinámica de la ciencia es la de la prueba y el error; la de la afirmación versus la refutación; hasta alcanzar cierto grado de certeza que sirve de punto de arranque para la siguiente contradicción.

Todo este preámbulo, para hablar de los resultados electorales del domingo pasado -dice Adriana que me gusta darle más vueltas a las cosas que un pollo en un asador (de esos que parecen una macabra “Rueda de la Fortuna” para las aspiraciones de cualquier gallo en ciernes)-. Pretender extraer una conclusión palmaria, conste que estoy generalizando para luego desgeneralizar, de tan infausto acontecimiento resulta ocioso. La gente no salió a votar y punto. En un escenario donde más del 67% del electorado no votó en la Entidad y en la capital se rebasó el 70%,1 festejar o teorizar resulta una “vacilada”, poco menos que un chascarrillo. Todo se reduce a un aforismo esdrújulo: Frente a tal espectáculo, hablar de “éxito” o de “pérdida” resulta patético, cuando no ridículo.

Pongamos un solo ejemplo; de acuerdo a medios nacionales, el PRI logró un 29.19% del total de los votos para elegir diputados federales.2 Dado que el padrón fue de 87 millones 244 mil electores y solo votó el 23%, equivalente a 28 millones 800 mil ciudadanos, tomando esa cifra como el 100%, resulta que el 29.19% del “partido ganador” equivale apenas al 9.63% del total del electorado. ¡Menos de un 10%! Pretender extraer generalizaciones sobre la base de esa o cualquier otra cifra es absurdo. Se ha escrito: “PAN: Su peor resultado de los últimos 25 años”;3 y lo es, sí. Lo que no se dice, lo que se obvia, es que el fracaso no es solamente para el blanquiazul; lo es para todo el resto de los partidos, para la política, para la democracia, para el pueblo de México, para las instituciones públicas, de los tres órdenes de gobierno, incapaces de generar confianza en el electorado.

La jornada del 7 de junio fue un fiasco y, para variar, es responsabilidad de todos nosotros, los ciudadanos; de nadie más. Aunque algo tendrán que ver el futbol y la estulticia colectiva si se cae en la cuenta de que de modo sospechoso se pacta un “juego amistoso” precisamente ese día. En fin, el régimen electoral y de partidos hace aguas; la exigencia de la representación, establecida desde el mencionado artículo 40, es una falacia y la siguiente reforma político-electoral debe girar en torno a garantizar una auténtica representatividad de nuestros gobernantes; desde el 10% no se puede gobernar un carajo.

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Luis Villegas Montes.

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1 Nota suscrita por Berenice Gaytán, con el título: “Abstencionismo aquí fue de más del 70 por ciento”, publicada el 8 de junio de 2015, por El Diario.
2 Nota de la redacción, con el título: “PRI encabeza con 29.19% elecciones para diputados”, publicada el 8 de junio de 2015, por Excélsior.
3 Nota de la redacción, publicada el 8 de junio de 2015, por Proceso.

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