Los XV de Ximena

Hace cosa de ocho o nueve años, ¡cómo pasa el tiempo!, fui a una fiesta de quince años. Escribí algo al respecto y todavía me río.[1]

El fin de semana pasado tenía pensado asistir a los quince años de Ximena, la hija menor de un buen amigo mío, Héctor Granados, mejor conocido como “La Tortuga” (mote sobre el cual existen varias teorías que van de su innegable aspecto de quelonio o el caminar pausado, hasta ciertos hábitos de ensueño nocturnos, poco edificantes e imposibles de describir en estas páginas).

Pues bien, pensaba ir y no fui. No fui porque desde el viernes 15 empecé a agonizar. Hubo avisos previos que desoí, desde el martes empecé con un dolor de garganta pertinaz que equivocadamente atribuí a la mala influencia que el Adolfo ejerció sobre mí durante su estancia por estos lares; pero no, era un simple resfrío (sí, la prueba COVID salió negativa). Claro que lo de “simple refrío” es un modo de hablar, porque alcancé nuevas y funestas cimas en ese asunto de enfermarme y sentir que me moría.

Ya antes me había enfermado, toda mi niñez me la pasé enfermo. Escarlatina, sarampión, viruela, paperas, bronquitis, dos fracturas (no expuestas, a Dios gracias), alergias, bueno, ¡hasta hepatitis!, pero lo de la semana pasada, eso sí fue un resfrío en forma y no minucias.

Nunca me había ocurrido que tuviera que meterme a bañar para bajar la temperatura corporal, pos esta vez sí, dos veces. El méndigo termómetro parecía electrocardiógrafo, no paraba de subir y bajar. En mi desmayo, llegó un momento en que pensé que más que fiebre, lo mío era una especie de rapto musical. Me sentí como la bolita de Garibaldi (en sus años buenos) esa de: “yo tengo una bolita que me sube y me baja. ¡Ay! Que me sube y me baja”. No deliré más porque, ¿p’a qué?, con el surrealismo cotidiano basta y sobra.

Total, a los famosos quince años no fui. Lo siento, pero tampoco era cuestión de ir a esparcir víruses a cada voltereta (quienes me han visto bailar ya saben de lo que hablo).

A Ximena la conozco desde que estaba chiquita. Como suele ocurrir, diferente a sus padres, Xime es la suma de los dos. Así somos los hijos, síntesis de nuestros ancestros; a veces, es una nariz, un mentón, un par de orejas o de ojos, las manos, la estatura, pero siempre algo se cuela entre nosotros de aquellos a quienes llamamos familia.

Pues bien, mi ausencia no creo que se haya hecho notar sobremanera ni será ocasión de lamentarlo siquiera; y es así porque, pase lo que pase, intuyo que Ximena y yo, en los años por venir, tendremos ocasión de vernos de nuevo. No se me olvida, por ejemplo, esa promesa pendiente de cumplir de que vamos a ir a una alberca en compañía de mis nietas (este año ya no se pudo, esta veleidosa temporada de lluvias y este frío tempranero dieron al traste con esos planes); como sea, lo cierto es que, de esa ausencia, lo que más lamento es no haber podido ir a cenar de gorra y no haberla visto bailar, con su papá, el consabido vals (aiga sido el que aiga sido).

Solo puedo imaginarlo: ella, vestida de fiesta para la ocasión; jubilosa, colmada de dicha, con esa sonrisa ancha y limpia que la caracteriza, con alas en los pies, en los ojos pizpiretos, en el alma; y él —por fuerza enfundado en un traje dos tallas más chico—, él debió reflejar en cada acorde, en cada giro, en cada pausa, todo el orgullo, todo el amor, toda la ternura, que le profesa a su princesa, a su hijita adorada. Confío en que el corazón de Ximena guarde por muchos, muchos años, todos los que le restan por venir, ese momento, ese dulce recuerdo; ese preciso abrazo de su papá, con el que también la estaban abrazando su mamá, su hermana, su familia toda, sus amigos, sus seres queridos, haciéndole saber que la vida fluye a través del cauce del amor, de la amistad, de la compañía; que la vida pasa, que la vida sigue y que lo único que tenemos al final es el amor de aquellos que nos aman y aquellos a quienes amamos. E incluso, de gente como uno que, a la distancia, escribiendo o leyendo estos párrafos, le desearán a Ximena y a los suyos, toda la felicidad del mundo.

Que seas muy feliz, Ximena, que tus sueños se colmen; y que tengas una familia a quien amar y que te ame, que te arrope y te cuide para muchos, muchos, muchos años más. Dios te bendiga, mi niña hermosa.

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[1] Ver: http://www.15diario.com/hemeroteca/15diario/hemeroteca/2012-07-18/villegas18.html

LOS BESOS EN EL PAN

Recién terminé de releer “Los besos en el pan”,[1] novela entrañable de la extraordinaria novelista Almudena Grandes.

La obra me atrapó la primera vez que la leí, porque reseña de manera espléndida, la crisis económica que cruzó Europa, y el mundo, hace poco más de una década.

La novela narra, en forma realista, con pinceladas de ternura, de inocencia conmovedora y de necesaria crudeza, cómo los vecinos de una ciudad cualquiera enfrentan las penurias que les tocó vivir en medio de una crisis que nadie vio llegar. Aunque perfila recios caracteres, donde menudean la lealtad, la fuerza, el valor y la generosidad, la obra no prescinde de una visión realista del entorno y ni nos ahorra un poco de ese desaliento que priva en las clases medias que quisieran algo mejor para sí y los suyos, sin poder conseguirlo.

Aunque la historia se enmarca en un determinado contexto histórico (la España de inicios del siglo XXI, en medio de la crisis financiera global), lo cierto es que las historias que entrevera podrían ser las de un grupo de personas, en cualquier ciudad, en cualquier país del mundo; ello, porque los avatares que desmenuza pueden ser propios de multitud de comunidades actuales.

El título, nos lo explica la autora con una anécdota: “Cuando se caía un trozo de pan al suelo, los adultos obligaban a los niños a recogerlo y a darle un beso antes de devolverlo a la panera, tanta hambre habían pasado sus familias en aquellos años en los que murieron todas esas personas queridas, cuyas historias nadie quiso contarles”.

En otro punto de la novela se lee: “No será para tanto, se dijeron, pero fue, y nada cambió en apariencia mientras el asfalto de las calles se resquebrajaba y un vapor ardiente, malsano, infectaba el aire. Nadie vio aquellas grietas, pero todos sintieron que a través de ellas se escapaba la tranquilidad, el bienestar, el futuro”.

Por eso recuerdo ahora esta novela.

Esa apatía, ese “no será para tanto”, es el que repta por nuestras calles, por nuestras avenidas, se mete a nuestras casas y modela la realidad cotidiana que nos circunda y se empeña en mostrarnos su semblante más hosco, sus dientes más afilados, sus garras más aguzadas.

Ni la oposición, ni los empresarios, ni las universidades, ni las iglesias, ni la sociedad organizada, parecen interesarse en los temas que deberían constituir el eje de su actuación. Por un alto a un gobierno cada vez más retrógrado (reforma eléctrica), indolente (cientos de miles de ejecutados, “desaparecidos” y muertos por COVID) y brutal (Dos Bocas y frontera sur).

La violencia, la apatía, la regresión, la ignorancia, la corrupción, campean por nuestras calles y la sociedad mexicana continúa dividida, desarticulada y rota, ocupándose de minucias, mientras cada vez estamos más próximos a empezar a besar el pan que se caiga de la mesa.

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[1] GRANDES, Almudena. Los besos en el pan. TusQuets, España, 2015.

No es un adiós, Adolfo, apenas un hasta pronto

 
En menos de una semana se va el Adolfo de regreso a España.
 
Duró por acá, casi dos meses. Al principio no se quería quedar; ahora, ya no se quiere ir.
 
Se le quedan pedacitos del alma en esta su tierra, pero siente que el deber lo llama. No soy yo quien pueda confiar ni difundir los pormenores de una de las cartas más hermosas que he escuchado en mi vida; ya lo hará él, o no, mas no importa. Lo cierto es que constato con júbilo, cómo sí, lo suyo es la escribidera.
 
El sábado salimos a despedirlo. Sabrá Dios cuándo volveremos a coincidir. No reunimos temprano, a las ocho de la noche, y nos despedimos temprano también, a las seis de la mañana. Fue una jornada memorable en más de un sentido. Llena de cantos, de risas, de recuerdos, de anécdotas. A ratos, Lola se hizo presente en la conversación y así fuimos desgranando las horas.
 
Yo sentí esa felicidad amarga de las despedidas. Felicidad porque regresa Adolfo a lo suyo, a lo que le gusta, a lo que estudia, a lo que quiere ser; felicidad porque regresó, y se va, un poco más adulto; un poco más hombre; un poco más él; esa persona en que irá convirtiéndose con el paso de los años y que promete ser espléndida en su sencillez, en su generosidad, en su integridad, en su bonhomía.
 
Amargura porque ya me había acostumbrado a tenerlo aquí conmigo; a llamarlo por teléfono para decirle “ven” y que llegara él refunfuñando porque “tiene muchas cosas qué hacer” (yo no sé qué, si desde que llegó está de Ninini); a verlo, a abrazarlo, a estar con él en medio de un pautado silencio que salpican una taza de café, rones con Coca Cola y un chorrito de limón, humo de cigarrillos y pláticas interminables sobre lo humano y lo divino. Historia, filosofía, metafísica, libros, cartas, poemas, nombres de autores, anécdotas apócrifas o biografías inventadas, aspiraciones legítimas y sueños auténticos, todo cabe en nuestras charlas, que duran ya casi tres meses desde que fui a alcanzarlo a Madrid y que para mí se han ido como un suspiro.
 
Quisiera que se quedara y no.
 
No me gustaría verlo frustrarse y que se quedara con las esperanzas rotas de los sueños truncados. No me gustaría ser testigo de cómo se le enmustia el corazón, de cómo se le encogen las alas ni cómo se le marchita el alma. Me gusta, en cambio, verlo reír, impacientarse porque su interlocutor es un poco lerdo, precipitarse con las palabras, enredarse en ellas —de tantas que son y de lo rápido que se suceden—. Me encanta escucharlo en sus pocos años, entusiasmado, viviendo cada minuto, cada instante, paladeándolo; mordiendo trozos de vida como se trituran y estallan entre los dientes, los granos de uva.
 
Pues el sábado por la noche empezó esta que promete ser una despedida movidita (tenemos otras tres en puerta); y con ella se me empezó a encoger el corazón. En algún punto (estábamos acodados en una terraza), le dije que me sentía un poco cansado; de alguna manera, en un instante (atisbo) de lucidez, me sentí un poco vacío, un poco lejos de todas las cosas, un poco con esa sensación del “deber cumplido”, un poco más viejo, en suma. Creo que no, que tal vez no; es solo que Adolfo se va y me había empezado a acostumbrar a su presencia vivífica. No citamos para el próximo verano en Turquía. Dios dirá.
 
Desde aquí, desde estas páginas, Adolfo, celebro tu vida, tus éxitos, tus anhelos (que son míos), tu limpia alegría y tus nobles sentimientos. Que Dios te guarde, hijo mío, y —tal y como se titulan estas páginas—, confío en que pronto nos volvamos a ver y si no estamos crudos, ni desvelados, mejor.
 
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Luis Villegas Montes.
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Palabras a mi madre

Ayer, apenas, pudimos celebrar una misa por el descanso de mi mamá. Helas aquí:

Buenas tardes:

Creo que pormenorizar la presencia de quienes nos acompañan en esta fecha sale sobrando. Nos conocemos todos.

Solamente, gracias por estar aquí… hoy.

No sabía yo, hasta hace unas pocas horas, qué o cómo había de transcurrir esta jornada; le pedí a Paty que me dijera de qué iba la cosa y se limitó a pedirme una semblanza de nuestra mamá y unas flores.

Por “semblanza” entiendo una biografía mínima que comienza por señalar dónde nació, y cuándo, el biografiado. Sucintamente podría decir que Lola nació en el seno de una familia de clase media, en Coyame, en 1932, y que vino a la ciudad de Chihuahua a cursar sus estudios con la esperanza de vivir una vida, si no mejor, por lo menos distinta. Luego se casó, tuvo una hija (fantástica, por lo demás), enviudó, luego me tuvo a mí y murió de COVID. Así podría concluir.

Lo cierto es que mi mamá fue eso, pero también fue algo más.

No puedo, ni quiero, hablar de Lola —ni recordarla—, mediante una especie de resumen estadístico que se ciña a datos, cifras o fechas.

Tampoco sería justo que me limitara a hablar de mis vivencias porque, entonces, secuestraría el recuerdo de quien, en alguna ocasión, llamé la persona más importante de mi vida. En ese supuesto no hablaría de nuestra madre, ni de nuestra cuñada, ni de nuestra tía, ni de nuestra amiga, hablaría solo de mí, de su presencia fundamental y de su ausencia absoluta. Y tampoco voy a hacerlo.

¿De qué voy a hablar entonces?

Voy a hablar del amor incondicional, de la amistad sin fisuras, del valor a toda prueba, del trabajo sin descanso, de la solidaridad total, de la caridad sin mancha, de la luenga generosidad y del donaire de vencer con gracia —y una sonrisa en los labios— los retos de la adversidad.

Porque eso, señoras y señores, fue mi mamá.

Si fuera dado que muchos de ustedes pudieran subir aquí, hoy, darían testimonio de que nadie que se acercó a Lola a pedir socorro, un favor o una ayuda no salió recompensado.

Año tras año, su vida toda, Lola la vivió por y para lo demás. Primero fueron sus padres, Lola no se casó hasta que no estuvo segura de que su ausencia no sería ocasión para dejarlos desvalidos; luego fuimos sus hijos, sus hermanos, su parentela, sus amigos, siempre alguien más.

Recuerdo que allá en la 39, donde vivíamos, había una pareja de vecinos quienes, cada mes o así, se deban tremendos agarrones que terminaban a golpes. En algún punto mi mamá no lo toleró más, salió en defensa de la mujer y fue y se enfrentó con el varón. Aquello parecía comedia de enredos, alguna vez terminaron echándose un par de tequilas, con el fulano agradecido porque fuera la única persona capaz de salir en defensa de la maltratada esposa.

Recuerdo a Hilario, un hijo impostado de mis abuelos, rarámuri de pura cepa, que llegaba a visitar y a saludar a su “marina”; y que jamás llegó, ni se fue, con las manos vacías.

Recuerdo a Laura, a Héctor Santillán, a Beto (a) “El Ciego Cervantes” y a un montón de gente que estuvo entrando y saliendo de nuestras vidas, pero que siempre regresaban, porque había hospitalidad y calidez en nuestro humilde hogar.

Fuimos una familia disfuncional, mi abuela, mi tío Jesús, Patricia y yo —que no nos caracterizamos por el carácter apacible precisamente—, pero que de algún modo salimos adelante porque ahí estaba, siempre estuvo, confiable, solidaria, sólida como una roca, la hija, la hermana, la madre.

Alguna ocasión la vi llorar, es verdad; y alguna otra enfurecer, a lo que no fui tan ajeno, pero fueron más, muchas más, las veces que la vi reír. Tuve el placer inmenso, repetido muchas veces también, de oírla cantar.

Ahora, a mis años, me doy cuenta de lo complicado que es llevar una familia; de la responsabilidad inmensa que pesa sobre nuestros hombros cuando de cuidarlos, vestirlos, alimentarlos, educarlos y darles cobijo se trata. Es más, no importan sus edades, tarea de vida como es. Ahora sé lo difícil que es, lo solitario que resulta a veces… pues a Lola no se le notaba. Ni rastro de amargura le ensuciaba el semblante ni le empañaba la mirada.

Entera, Lola siempre estuvo ahí, con la mano tendida, para quien necesitara de su auxilio o su presencia apenas.

Gracias por todo, mamá. Gracias en nombre mío y en el de todos en quienes dejaste huella. Gracias por ser, por estar, por no faltar jamás al compromiso y a las exigencias, que el amar demanda. Gracias, gracias, gracias.

Palabras para la presentación del libro.

Buenas noches a todos:
 
Quienes me conocen saben que no sé improvisar. Soy un mal orador, pero a Dios gracias, más o menos sé leer. Espero que al terminar estos párrafos ustedes puedan dar fe de este aserto.
 
Antes de proseguir, gracias a Perla, a Lily, a Rosa María, a Mine y en general a todos quienes hicieron posible la organización de este evento.
 
Comencemos.
 
Se supone que debo hablar de la novela que esta tarde someto a su consideración. No lo haré… o lo haré más o menos.
 
No hablaré de los epígrafes, ni de la estructura, ni del formato, ni de la trama. De todo eso se habrá de enterar quien la lea (los demás se quedarán con la duda).
 
Voy a detenerme en una sola noción, la persona a quién se la dediqué y la razón para ello, pero antes de hacerlo permítanme un recuerdo y una digresión.
 
La digresión primero. Afirma Javier Cerca que: “Todas las novelas son autobiográficas […]”;[1] y Gastón Bachelard, que solo “se puede estudiar lo que antes se ha soñado”.[2] Creo que no es posible escribir sin desprenderse o transmitir algo de uno mismo.
 
En otro lugar, he escrito —hablando de las dos actitudes básicas acerca de la creación literaria: el fenómeno inspiracional, entendido como experiencia íntima o epifanía incluso; y el proceso retórico, entendido como un ejercicio continuo de las propias facultades— que creo que no existe forma, salvo en un plano ideal, de defenderlos como absolutos. No creo que exista manera, excepto en un plano teórico, de separar lo que se escribe (en cualquier género) de una experiencia personal previa. De ahí que crea también que solo podemos contar reinventando: “A veces pienso que de alguna manera el inconsciente trata de reescribir una y otra vez la misma obra, de volver a las propias obsesiones (…)”, escribe Denise Despeyroux.[3]
 
Y sí, creo que cuando hablamos de nosotros mismos nos relatamos; siempre escribimos desde el yo más íntimo, por un lado; y por otro, desde una perspectiva, desde una óptica, desde una posición subjetiva. En realidad, el recuerdo exacto y nítido no existe como tal; siempre es una apreciación intransferible, un autoengaño. De ese modo creo que, incluso de buena fe, podemos creer que inventamos cuando solo estamos reviviendo o recordando; es decir, reciclando.
 
Por ello, creo que siempre hay algo de ficción en nuestro discurso, , pero siempre existe también un poso de realidad subyacente. Como escribe Carla Nyman: el dramaturgo posee “un bagaje inconsciente que proviene de su vida onírica, pero también contiene un poso cultural e intelectual que a su vez vuelca en el texto”.[4] Ya lo dice Boadella en su Decálogo (hablando del teatro y en su primera “regla”): no creamos nada porque todo ya existe.[5]
 
Con todo ello en mente, he de decir que alguno, tras leer la novela me reclamó el final. Adolfo está entre ellos. La verdad es que hasta hace unos días no sabía porqué la escribí, ni qué la motivó, ni de dónde se alimenta.
 
Ahora creo saberlo. Lo supe esta semana apenas. Hay dos películas que impactaron hondamente en mi ánimo y que por una misteriosa razón decidí volverlas a ver hace unos pocos días: Justicia para Todos y El Abogado del Diablo. Ambas guardan entre sí dos similitudes fundamentales: Al Pacino es el protagonista y en las dos caracteriza a un abogado.
 
La primera me impactó de tal modo —era muy joven y estudiaba leyes— que, sin haberlo dudado nunca, me confirmó en esta que algún distraído podría llamar vocación y a la que yo llamo pasión, pasión de ser, pasión de actuar, pasión de vida: el derecho.
 
La segunda, nos adentra en los vericuetos de la abogacía. En esos meandros que de manera fácil pueden pasar de la altitud de miras a la de la mala entraña. Del ideal y la ambición legítima, a la soberbia y el apetito voraz. Ese es el quid. El ser y el no ser simultáneos.
 
Por eso, no quise, o no pude, ahorrarle a mi protagonista, el licenciado Andrés Millán, ninguna miseria; ningún horror; ninguna de las experiencias propias del despeñadero moral ni, tampoco, la oportunidad de redención; solo describí ese arco —así dicen en teoría literaria— que lo lleva de un extremo a otro en su propia vida. De eso trata la novela. Del bien y del mal; del amor, la muerte y la ambición. Escribe Octavio Paz en la Llama Doble: “Una de las funciones de la literatura es la representación de las pasiones; la preponderancia del tema amoroso en nuestras obras literarias muestra que el amor ha sido una pasión central de los hombres y las mujeres de Occidente. La otra ha sido el poder, de la ambición política a la sed de bienes materiales”.[6] Experiencias, todas, que de un modo extraño pueden cruzarse en nuestra existencia y, lo que es peor, a veces, sin percatarnos siquiera; sin caer en la cuenta de que, cada día, de que cada hora, de cada minuto, la vida nos pone a prueba.
 
Ahora el recuerdo: Lola no está. Con toda mi alma habría querido que estuviera aquí, conmigo. Verme —no importa que a esta edad—, convertirme en flamante novelista (Lola, más vale tarde que nunca).
 
Hace muchos años, no sé cuántos, hurgando indebidamente entre mis cuadernos, descubrió que yo pretendía escribir poesía; en un arrebato de piedad, me imagino, de advertencia tal vez. Me confió luego una libretita que, tras su muerte, busqué con denuedo sin resultados. Era un poemario de mi tía Socorro. Una hermana de mi abuela. ¿Por qué lo tenía mi mamá? Misterio. ¿Por qué no se la birlé? Misterio más grande todavía. Total, no lo conseguí. No fui poeta ni lo seré jamás. Pero creo que el gusanillo de escribir estaba ahí desde ese lejano ayer. ¿Entonces?, heme aquí, estrenándome en mi nueva condición que, espero con toda mi alma, no sea flor de un día.
 
Ahora, la dedicatoria de la novela, misma que requiere un brevísimo apunte. De mis tres hijos, solo uno decidió estudiar leyes y con eso lo digo todo. Aquí la dedicatoria: “Para Luis Abraham: ahora que comienzas una etapa nueva de tu existencia, no te olvides de que ser abogado constituye un compromiso de vida, no consigo, para con los demás”.
 
En eso creo, en eso he creído siempre.
 
Quizá por eso, y porque me urgía publicar no tan lejos del sexenio que recién acaba de terminar (y propinarle un coscorrón —otro— a ese nuevo “ya saben quién”) es que estamos aquí. Hago votos porque esta sea la primera novela de otras tres que esperan, pacientes y en fila, a ser publicadas.
 
Sé, bien lo sé, que no soy un gran escritor, ni siquiera uno medianamente bueno; pero como les digo, poco podemos hacer contra nuestras pulsiones más íntimas, más misteriosas y más secretas; y porque tengo cincuenta y cinco años, y no me da la gana, he decidido no esperar más.
 
Gracias por su asistencia. Gracias por su amistad. Gracias por la compañía.
 
Que tengan muy buenas noches.


[1] Artículo de Ágatha de Santos titulado: “Javier Cercas: ‘La mitad de un libro la pone el autor; la otra mitad, el lector’. Visible en el sitio: https://afondo.farodevigo.es/sociedad/javier-cercas-la-mitad-de-un-libro-la-pone-el-autor-la-otra-mitad-el-lector.html Consultado el 16 de septiembre de 2021 a las 7.50 hrs.
[2] WHITE, Hayden. Metahistoria. La imaginación histórica en la Europa del siglo XIX, traducción de Stella Mastrangelo, Fondo de Cultura Económica, México, 1992, p.8.
[3] Artículo Denise Despeyroux titulado: “De la escritura como asunto propio”, publicado el 27 de julio de 2020. Visible en el sitio: https://cuadernoshispanoamericanos.com/de-la-escritura-como-asunto-propio/ Consultado el 18 de septiembre de 2021 a las 16.00 hrs.
[4] NYMAN, Carla. El arte del conflicto (Posición en Kindle 153). UVirtual. Edición de Kindle.
[5] Artículo de Ágatha de Santos titulado: “Javier Cercas: ‘La mitad de un libro la pone el autor; la otra mitad, el lector’. Visible en el sitio: https://www.march.es/conferencias/anteriores/voz.aspx?p1=22680&l=1
Consultado el 16 de septiembre de 2021 a las 8 hrs.
[6] PAZ, Octavio. La llama doble, Seix Barral, 1ª. reimpresión, México, 2014, p. 102.