UN CUMPLEAÑOS SUI GENERIS

Hace una semana, apenas, que escribí que andaba con el ánimo desinflado; luego, de ahí me seguí, me puse lírico y melancólico y terminé mandándoles abrazos a todos los padres del mundo (digo, a los papás de verdad, a esos que sí cuidan de sus hijos) y tantán.

¿Cómo será de voluble este espíritu mío que, exactamente una semana después, me halla ahíto y, parodiando a José Gorostiza, lleno de mí, sitiado en mi epidermis, por un Dios inasible que me aprieta pero no ahoga?

En fin, pues una semana después, heme aquí, henchido de felicidad y no nomás de felicidad, también de cacahuates y chicharrones y tacos y frijoles charros y pescado frito y… cerveza no se diga; todo, por una bendita confusión y un arrebato de esos que me caracterizan. Me explico.

Hubo un montón de gente que quería festejar mi nombramiento como Consejero de la Judicatura; y hubo otro montón (el mismo, pero en otras circunstancias), que en algún punto quería celebrar mi cumpleaños; la verdad es que he andado de arriba para abajo y a gorro —y más que voy a andar—, por lo que en un arranque de súbita inspiración les dije a todos: “no señor, un solo festejo, uno solo y ya”. Caras largas, mohines, cuchicheos, pero no había terminado de decir la “a” de “ya”, cuando empezaron a organizarse.

El resultado fue que el viernes 24 de junio, lejos de mi nombramiento y más lejos de mi cumpleaños, tuvo lugar un sarao de padre y señor mío en mi honor. Nomás faltó la piñata (digo, sí fui, pero no en tal carácter). A las seis, muy puntual, de pipa y guante, empezó a llegar la gente.

Más tarde, en la necesaria elocución que dirigí a la concurrencia con motivo de la inevitable partida de pastel, manifesté varias cosas; la primera, la importante, la única en realidad, es la gratitud que me colmaba (me colma), el corazón. Nunca, ni en público ni en privado, he dejado de reconocer que mi labor en el Tribunal Superior de Justicia ha sido un trabajo colectivo. Un grupo de gente maravillosa que ha sido solidaria, compasiva, generosa y dispuesta a dar lo mejor de sí, día a día.

Mi eterna gratitud no es, les dije, producto de su asistencia a esa tarde-noche memorable, en lo absoluto; mi gratitud eterna es por el acompañamiento; por esa cercanía en momentos cruciales de mi vida toda; desde mi infancia, mi adolescencia, mi época estudiantil, la universidad, el Congreso, el PAN, los posgrados, el Tribunal, a la actualidad; a estos boyantes 56 años de existencia que me han dado tantos motivos de felicidad.

Quien pretenda ver segundas intenciones en esa fiesta organizada a la carrera por amistades cercanas, se equivocará de medio a medio (¡Ay, Alejandro, me debes una!). No las había, ni las hay, ni las habrá. Quienes se encuentran en mi entorno inmediato lo saben, solo se trató de una magnífica casualidad tomada al vuelo y un amachamiento de mi parte porque no hay tiempo ni condiciones para ir de festejo en festejo, pues se nos viene el tiempo encima, las vacaciones ya están a la vuelta de la esquina y trabajo hay hasta para aventar p’a arriba.

En esos términos, sin auténtica fecha de por medio, se consumó una jornada entrañable que, pase lo que pase, me acompañará el resto de mi vida. Quienes me conocen saben bien que soy medio amargocito, que no celebro como los demás, que no me congratulo con lo que la mayoría de las personas lo hace, que tengo pareceres y un talante singulares; por no hablar de un carácter difícil poblado de altibajos y un modo de ser pedregoso, por decirlo de manera suave.

Así fue como se pergeñó ese festejo, sin un verdadero consenso, a las carreras, en fecha improvisada y forma fulminante. Por cierto, algo sabría de mi rechoncha persona la concurrencia pues, la tarde entera, llovieron sobre mí, libros, corbatas y (diría Nodal) “botella tras botella”.

Puedo decir de ese viernes, de quienes lo organizaron, de quienes asistieron, las palabras que dirijo a Dios todos los días: “Gracias por todo, gracias por tanto”.

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Luis Villegas Montes.

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DÍA DEL PADRE

Ando con el ánimo desinflado. Como se preguntaría la malograda Lucha Villa en alguna ocasión: “¿Por qué? ¡Ay! ¡No sé!”; pero es así; ando medio achicopalado. Ignoro si son cosas de la edad, de la genética, de las circunstancias, de las condiciones políticas del país, de mis rodillas crujientes, empero algo ocurre conmigo que me hace verlo casi todo en color sepia.

En esas estamos y viene el 19 de julio a festejarse el “Día del Padre” y, con ello, se me amontonan los recuerdos y algo muy parecido a la nostalgia se me instala en el pecho.

Los “Días del Padre” eran una fecha singular; largo y confuso de explicar, me quedo con los detalles para mí, solo diré que merced a Luis Abraham (mi hijo el soldado, porque es mi hijo el mayor) empezaron a cobrar sentido. Y aunque en general, ese tipo de festejos me parecen una memez, lo cierto es que en el fondo, muy en el fondo, gozaba de ese significativo reconocimiento mínimo.

La gente que va por la vida volviéndose loca porque cumplió años, porque es el Día del Albañil, de la Marmota, del Jugador de Ping Pong, del Velociraptor, etc., me dan poquita flojera; llenar sus huecas vidas con globos, refrescos, rebanadas de pastel, pitos y flautas, me parece un auténtico desperdicio de tiempo, dinero y unicel. Sí, cierto, soy medio amargocito, sin embargo, la vida tendría que ser plena a partir de cosas significantes; y las cosas importantes, en su mayor parte, son experiencias íntimas.

Salvo esas dos o tres fechas, no más, que valen por sí mismas.

Con el cuento que hay gente que pugna porque haya desde un “Día del Caballo” al “Día Mundial del Huevo” (es verdad), pasando por el increíble “Día Mundial del Retrete” (al inodoro lo festejamos el 19 de noviembre), creo que tanta celebración idiota lo único que consigue es eclipsar al resto, minimizándolo. Por eso, para mí, hay dos o tres fechas, no más: Navidad, Año Nuevo, Pascuas, Día de la Madre… y sí, Día del Padre. Lo demás, nah, es una pérdida de tiempo.

Entonces, en trance de cumplir 56 años, sin hijos a la vista (bañista) —Luis estará estudiando o andará en su propia celebración (María me llamó por teléfono a una hora criminal, las 8 am, y Adolfo, ¡ay!, ese no se acuerda del día en que vive)—, me llegó este día del padre que me parece un poco inútil, un poco sin sentido.

Luego, salvadora, llegó la idea de que no, no necesito que mis hijos estén aquí para sentirme padre (literal y metafóricamente hablando). Basta, por una parte, la satisfacción del deber cumplido; por otra, que no importan ni el día ni la fecha para ser, durante trescientos sesenta y cinco días, las veinticuatro horas, el padre de tres personas maravillosas.

En efecto, uno no es padre por esa relación biológica que se establece entre dos personas a partir de un vínculo genético, no; uno es padre porque se esfuerza todos los días (los trescientos sesenta y cinco del año, las veinticuatro horas), porque sus hijos estén bien. Quizá no se ve, no se note que se trata de una lucha diaria (las mamás son mucho mejores en eso), contra el reloj, contra la fatiga, contra la adversidad, contra los sinsabores cotidianos, pero los papás estamos ahí. Por lo demás, entiéndase ese “estar bien” no solo como que vivan bajo techo, coman calientito y vistan con dignidad, no señor.

“Estar bien” es esperar a que les crezcan las alas, grandes y fuertes, que los apartarán de nuestro lado; “estar bien” es mantenerles el alma entera y el corazón en su sitio; “estar bien” es que estén listos para comerse sin ayuda el mundo. Eso hasta qué decidan de qué lado masca la iguana y emprendan su propio camino.

Por eso, un día después, una semana después (no importa), felicidades a todos esos papás que conozco y que sé, porque me consta, que son padres maravillosos en su dedicación, en su entrega, en su disposición, en su entereza, en su generosidad, en su compromiso, con sus retoños y retoñas. No digo nombres porque corro el riesgo de dejar un buen montón fuera. Pero ellos, sin duda, saben quiénes son y con eso basta.

Un abrazo a todos y feliz día del padre; feliz semana, feliz mes, feliz año, feliz vida. Porque este, señores, es un asunto de vida y suerte.

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Salamanca sí prestó

Dice el conocido proverbio español: “Lo que natura no da, Salamanca no presta”.

Lo que viene a significar que algunas cualidades de las personas han de ser innatas; tales como la inteligencia, la disciplina, la fuerza de voluntad, la perseverancia, etc.; o, dicho de otra forma, que esas cualidades personales es posible cultivarlas, pero no adquirirlas ni yendo a bailar a Chalma (diría otro conocido refrán).

Pues yo estoy feliz porque Salamanca quiso y me hizo el honor.

Me explico: hace dos años, empecé a cursar un Master en Literatura Creativa en esa prestigiada casa de estudios. Como cantaba Serrat: “harto ya de estar harto”, ese asunto de estudiar derecho a mañana, tarde y noche empezaba a fatigarme o más bien dicho, me tenía hasta la coronilla. La Sala es cosa de quedarse sin ojos viendo y leyendo multitud de cosas, entre otros, decenas, cientos o miles de páginas, según las dimensiones de los tocas. En ínter, le recuerdo amable lector, gentil lectora, estudié un doctorado en derecho judicial y una especialidad en mediación.

Sin embargo, de la mano de la casualidad, llegó vivífica, la noticia de que se podía estudiar en línea un Master en Literatura Creativa en Salamanca y ahí voy: me inscribí y estudié y leí y aprendí muchas cosas. Esas largas horas pensando y escribiendo cuentos, crónicas, poemas, guiones y miniobras de teatro, me llenaron el alma de alegría y fueron como un bálsamo en ese páramo árido en que, a veces, sin aparente causa, se nos vuelve la vida.

Yo siempre he dicho que la vida nos lleva por donde quiere; veleidosa, a su aire, la vida te va empujando, te va alentando, te va obligando a tomar decisiones y, cuando menos te lo esperas, estás ahí, en medio de la gloria, o de un páramo, a donde llegaste sin saber cómo ni cuándo.

Lo anterior, no quiere decir que no seas dueño de tu propio destino en gran medida; están tus decisiones cotidianas —esas, las chiquitas, las que parecen intrascendentes— que en forma imperceptible le van dando rumbo y sentido a la existencia. Están,  además, las decisiones fundamentales, esas que en un pestañeo pueden torcer, o enderezar, toda tu vida.

Sin embargo, están también esa semilla de caos; esa ignorancia infinita, esa casualidad imposible, esa inmanencia de ser antes que el deber ser, que dan al traste con los cálculos más refinados o las esperanzas más optimistas y nos llevan a la gloria o al páramo.

Yo me niego, en la medida de lo posible y de mis fuerzas menguantes, a ser como la basurita de la canción que arrastra el viento; estoy aquí, ahora, tratando de ser feliz incluso en contra del asno que soy la mayor parte de las veces, buscando huequitos, recovecos, para la felicidad (ese solecito que cuando se hace presente todo lo alumbra).

En ese trance, pues, vino Salamanca a decirme que sí; que concluí satisfactoriamente el curso (aprobé con diez) y que tengo ese Master que tanto anhelé y que, se supone, me permite escribir las barbaridades de siempre aunque ahora, claro está, con cierto toque de autoridad.

No se piense, querido lector, gentil lectora, que el famoso curso le dio alas a la inspiración ni mucho menos al talento; si acaso, le dio cauce a un balbuceo. Concluyo con un humilde ejemplo:

TE QUIERO.

Te quiero muelle.

Te quiero blanda.

Te quiero tenue.

Te quiero laxa.

Te quiero muelle.

Te quiero ala.

Te quiero sola.

Te quiero manda.

Te quiero, manda.

Te quiero inmensa.

Te quiero brava.

Te quiero intensa.

Te quiero saína.

Te quiero simple.

Te quiero salva.

Te quiero breve.

Te quiero mansa.

Te quiero ola.

Te quiero mueca.

Te quiero risa.

Te quiero urgencia.

Te quiero loca,

desmesurada.

Te quiero roja.

Te quiero blanca.

Te quiero dulce.

Te quiero amarga.

Te quiero dura.

Te quiero exhausta.

Te quiero ajena.

Te quiero viva.

Te quiero libre.

Te quiero mía.

Te quiero.

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Luis Villegas Montes.

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Todos somos Johnny Deep. 6a. carta a Javier Corral

Javier:

De entrada, te apeo el “usted” de toda la vida, no lo mereces. Tu actuar reciente desmerece cualquier tratamiento que signifique la menor cortesía.  Eres un hocicón, un felón, un perverso y un cobarde y el trato con los de tu calaña debe ser consecuente con tu condición de traidor nato.

Javier:

Hace unos días, diste una entrevista en el programa “Así las Cosas”, con Javier Risco, en la W Radio, visible en el sitio de Internet https://play.wradio.com.mx/audio/111RD380000000124888/?fbclid=IwAR1s3udzqjIXVo9bnqySL4LKtVecZoxVQzQY-SPy_f08znMehMc5SFjxSZs, donde entre otras cosas afirmas, categórico (audible a partir del minuto 18” del audio), que obré “como testigo de descargo  del exgobernador”; y que en algún punto afirmé que: se “trataba de una persecución política” y que: “no había condiciones en el Estado de Chihuahua para juzgar a César Duarte porque se trataba de un asunto estrictamente político, de persecución política”.

Mientes, perro.

En un alarde de esos tan propios de ti, con tu voz impostada y la parafernalia verbal que caracteriza tus diarreicos discursos, confundes, tergiversas y manipulas datos e información. Detallar los dislates y estupideces en que incurres me llevaría demasiado tiempo, centrémonos en lo que nos debe interesar: tus acusaciones en mi contra.

Deberías saber, licenciado en leyes como se supone que eres, que existe una expresión latina (onus probandi) que en términos generales alude a lo que en derecho se denomina “carga de la prueba” o, lo que es lo mismo, quién debe probar qué en una controversia judicial.

De esta noción derivan varios principios; uno de los cuales es el de “affirmanti incumbit probatio”, que significa que: a quien asevera cualquier cosa, incumbe la carga de probarla. En síntesis, este aforismo implica que la obligación de demostrar una afirmación recae en quien la realiza. Es evidente que el abogaducho mediocre que eres ya olvidó este principio o, en tu accidentado y lamentable paso por la escuela de leyes, ni siquiera lo estudió.

En la especie, te exijo y te emplazo, de manera pública, a que pruebes tu dicho. Es más, te reto a un debate público, cuando quieras y donde quieras, para que demuestres las infamias que propalas. Vamos a ver si puedes, sin asesores y sin tarjetitas (y sabes de lo que hablo), articular un discurso conciso que prescinda de florituras verbales y se atenga a los hechos y a las pruebas.

Vas a sudar, güevón.

Tú y yo sabemos que tú solo sirves para armar discursos con ideas prestadas. En cambio, yo he construido (y desmontado) casos, a partir de probar hechos; así fue como, entre otras cosas, te hice diputado federal en 2009 y llegaste al Senado de la República en 2012; digo, por si no te acuerdas.

Claro que al debate no vas a acceder. Te vas a “rajar” porque no puedes probar tus infundios; y no puedes, animalito, simplemente porque no es cierto lo que señalas. Y eso te mete en un brete.

Vas a tener que responder de tus dichos.

Hablar a lo baboso como acostumbras, Javier, tiene consecuencias legales. Voy a sentarme a estudiar nuestro caso y, te lo prometo, no voy a descansar hasta obtener una sentencia favorable que te obligue a una disculpa pública y, eventualmente y si procede, a un resarcimiento económico. No hablaré de daño moral, en lo absoluto, los dichos de un imbécil producen en mi ánimo lo que —dicen— el viento le hizo a Juárez. Se trata de otra cosa, de darte una lección de vida; de no dejar sin castigo el abuso y el exceso de tu perturbada retórica. En todo caso, atacaré la vileza y la ligereza de tu proceder.

Tú que hablas de la necesidad ineludible de combatir la impunidad entenderás el porqué. No puedes ir por la vida acusando a diestra y siniestra, sin pruebas, a las personas.

Como deberías saber, si en verdad hubieras estudiado derecho y fueras ese monumento a la integridad que pretendes ser, la fracción I, del apartado B, del artículo 20, de la Constitución federal, determina que toda persona imputada tiene derecho “a que se presuma su inocencia mientras no se declare su responsabilidad mediante sentencia emitida por el juez de la causa”. Al respecto, Carbonell apunta: “Como se sabe, uno de los principios básicos del derecho penal moderno y del derecho constitucional, en la medida en que tiene por objetivo preservar la libertad, es la presunción de inocencia”.[1] Es decir, incluso en el supuesto de que existan indicios de que una persona actuó de manera ilegal, es necesario agotar el respectivo procedimiento que culmine en una sentencia firme que confirme, o no, tal aserto.

Voy a decirlo de manera breve: por primera vez en tu vida vas a estar preocupado y ocupado, mentecato; nos vamos a entretener. De nueva cuenta, te lo prometo.

La referencia a Johnny Deep (hete aquí una necesaria embadurnada de cultura pop, inculto monumental como eres) resulta oportuna porque, como todo mundo sabe, a Amber Heard le fue como en feria por bocazas, porque pensó que mentir y calumniar no tendría secuela alguna. Ya ves. Mírate en ese espejo.

Nos vemos en los tribunales; a ver si como roncas… duermes.

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Luis Villegas Montes.

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[1] Visible en el sitio de Internet: https://revistas.juridicas.unam.mx/index.php/hechos-y-derechos/article/view/14587/15682 Consultado el 4 de junio de 2022 a las 11.20 hrs.