Código Nacional de Procedimientos Civiles y Familiares. Ese bodrio. 2.ª de 5 partes.

Sé que buena parte de lo que llevan leído hasta aquí, querida lectora, amable lector, es muy técnico; lo sé y lo siento, pero es necesario hacerlo en una especie de “te lo digo Juan, para que lo entiendas Pedro”. Es decir, estos párrafos deben leerse como una sugerencia, mínima, de lo que estos señores (y señoras) —que se dicen, ostentan y cobran como legisladores— deberían saber. Prosigamos entonces.

De lo expuesto hasta aquí, se desprende que las constituciones (federal o locales) que emplean el vocablo “soberanía” en alusión a las entidades federativas, lo hacen en una acepción impropia porque al señalar un Constituyente local que la soberanía del respectivo Estado reside originariamente en el pueblo no puede referirse a otro sino al propio pueblo y lo cierto es que, por su naturaleza, la soberanía es indivisible y como ya vimos, su depositario originario es el pueblo de México, del que si bien cada “pueblo” de cada Entidad es una porción, de ninguna manera puede afirmarse que sea titular de la soberanía nacional ni tampoco de una “soberanía” local pues, como ya vimos, ésta no sólo no puede fraccionarse sino que además, las entidades se encuentran expresamente sometidas al pacto federal de conformidad con el artículo 40 de la Ley fundamental[1] y por ende, acotadas en multitud de aspectos: jurídicos, geográficos, políticos, etc.

Limitaciones todas, que riñen con la noción de soberanía la cual se caracteriza, precisamente, por no reconocer ningún tipo de poder distinto y superior al suyo propio: “La soberanía es el carácter supremo de un poder; supremo, en el sentido de que dicho poder no admite a ningún otro ni por encima de él, ni en concurrencia con él”.[2] Etimológicamente, soberanía proviene del latín “super omnia”; es decir, lo que está por encima de todo y se extiende al poder que no reconoce otro poder: “[…] sí, se afirma que la soberanía es un poder supremo en cuanto que se ejerce sobre todas las fuerzas individuales y colectivas que se registran y operan en el pueblo o nación a que dicho poder pertenece, circunstancia que explica el vocablo mismo, ya que la palabra ‘soberanía’ se compone de la conjunción ‘super omnia’, que denota ‘sobre todo’”.[3]

Por otro lado, si bien las constituciones de las entidades deberán someterse en todo a las prescripciones de la Constitución federal, por lo que serán inválidos todos aquellos preceptos que la contravengan ya porque omiten dar cumplimiento a las obligaciones positivas que ella contiene, ya porque invaden la competencia federal o propician la realización de algunas de las conductas que les están prohibidas, también es verdad, como consecuencia, que la actividad legislativa de los congresos locales sólo puede ocuparse de legislar aquello que no se halla reservado a los órganos federales ni les ha sido prohibido; lo anterior, porque la Constitución federal asigna un ámbito competencial a los poderes federales en detrimento de la competencia residual de las entidades.

Así es, por mandato de la propia Constitución, las facultades que no están expresamente concedidas por ella a los funcionarios federales se entienden reservadas a las entidades (artículo 124[4]): “La supremacía constitucional se configura como un principio consustancial del sistema jurídico-político mexicano, que descansa en la expresión primaria de la soberanía en la expedición de la Constitución, y que por ello coloca a ésta por encima de todas las leyes y de todas las autoridades, de ahí que las actuaciones de éstas deben ajustarse estrictamente a las disposiciones de aquélla. En este sentido, más que una facultad, la supremacía constitucional impone a toda autoridad el deber de ajustar a los preceptos fundamentales, los actos desplegados en ejercicio de sus atribuciones”.[5]

En resumen, de lo dicho hasta aquí, tenemos que la soberanía es única e indivisible, que las entidades federativas (estados y la Cd. de México) no son soberanos, que tampoco lo son los poderes de la Unión, que existe una nítida y clara división de competencias entre la Federación y las entidades, que ninguno de ambos órdenes de autoridad puede transgredir este mandato y que lo que se establezca en contra de esta serie de principios es inválido.

Claro que a estas alturas alguna lectora comedida, algún atento lector, se estará preguntando dónde quedó mi afirmación contenida en la primera entrega relativa a “uno de sus peores desaciertos (del Código Nacional de Procedimientos Civiles y Familiares), pues refleja una ignorancia supina y un manifiesto desprecio por el federalismo que, se supone, los senadores deberían honrar y proteger”, me imagino que tendrán que continuar leyéndome.

Por otro lado, a ver si con el repaso previo, los involucrados se animan a regresar a la escuela o, ya de perdida, a abrir un libro —si no de leyes, por lo menos de gramática, carajo—; o dicho de otro modo: si no pueden pasar una clase de primero de Derecho, vamos a ver si sí pueden con una de quinto de primaria.

Continuará…

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[1] Artículo 40. Es voluntad del pueblo mexicano constituirse en una República representativa, democrática, laica y federal, compuesta por Estados libres y soberanos en todo lo concerniente a su régimen interior, y por la Ciudad de México, unidos en una federación establecida según los principios de esta ley fundamental”.

[2] CARRÉ DE MALBERG, Raymond. Teoría General del Estado, 2.ª reimpresión, Fondo de Cultura Económica, Facultad de derecho de la Universidad Autónoma de México, México, 2001, p. 81.

[3] BURGOA Orihuela, Ignacio. Derecho constitucional mexicano, 5.ª edición, Porrúa, México, 1984, p. 246. “[…] la fuerza, el equilibrio, y la efectividad de la Constitución residen y giran en torno a este concepto”. MARTÍNEZ VERA, Rogelio. Fundamentos de derecho público, Mcgraw-Hill, México, México, 1994, p. 71.

[4]Artículo 124. Las facultades que no están expresamente concedidas por esta Constitución a los funcionarios federales, se entienden reservadas a los Estados o a la Ciudad de México, en los ámbitos de sus respectivas competencias”.

[5] Jurisprudencia, bajo el rubro: “CONTROL JUDICIAL DE LA CONSTITUCIÓN. ES ATRIBUCIÓN EXCLUSIVA DEL PODER JUDICIAL DE LA FEDERACIÓN”. Tesis P./J. 73/99. Pleno. Semanario Judicial de la Federación y su Gaceta, tomo X. 9a. época, agosto de 1999, p. 18. Amparo en revisión 1878/93. Sucesión intestamentaria a bienes de María Alcocer vda. de Gil. 9 de mayo de 1995. Once votos. Ponente: José de Jesús Gudiño Pelayo. Secretario: Alfredo López Cruz. Amparo en revisión 1954/95. José Manuel Rodríguez Velarde y coags. 30 de junio de 1997. Once votos. Ponente: José de Jesús Gudiño Pelayo. Secretario: Mario Flores García. Amparo directo en revisión 912/98. Gerardo Kalifa Matta. 19 de noviembre de 1998. Unanimidad de nueve votos. Ausentes: José Vicente Aguinaco Alemán y José de Jesús Gudiño Pelayo. Ponente: Juan N. Silva Meza. Secretario: Alejandro Villagómez Gordillo. Amparo directo en revisión 913/98. Ramona Matta Rascala. 19 de noviembre de 1998. Unanimidad de nueve votos. Ausentes: José Vicente Aguinaco Alemán y José de Jesús Gudiño Pelayo. Ponente: José de Jesús Gudiño Pelayo; en su ausencia, hizo suyo el proyecto Genaro David Góngora Pimentel. Secretario: Miguel Ángel Ramírez González. Amparo directo en revisión 914/98. Magda Perla Cueva de Kalifa. 19 de noviembre de 1998. Unanimidad de nueve votos. Ausentes: José Vicente Aguinaco Alemán y José de Jesús Gudiño Pelayo. Ponente: Juan N. Silva Meza. Secretaria: Guillermina Coutiño Mata. El Tribunal Pleno, en su sesión privada celebrada el trece de julio del año en curso, aprobó, con el número 73/1999, la tesis jurisprudencial que antecede. México, Distrito Federal, a catorce de julio de mil novecientos noventa y nueve.

Código Nacional de Procedimientos Civiles y Familiares. Ese bodrio. 1.ª de 5 partes.

En uno de sus apartados, la exposición de motivos contenida en el correspondiente dictamen señala la necesidad exacta que motiva la expedición del Código Nacional de Procedimientos Civiles y Familiares: “El Estado Mexicano está integrado por 32 entidades federativas, libres y soberanas en todo lo concerniente a su régimen interior y que previo a la reforma constitucional de fecha 15 de septiembre de 2017, se encontraban facultadas para expedir la legislación procesal para dirimir las controversias del orden civil y familiar […] Sin embargo, la diversidad de normas procesales que hoy en día se encuentran vigentes a lo largo y ancho del país, denota una disparidad entre las reglas, plazos, términos, criterios, instituciones procesales y sentencias, a veces contradictorias entre sí, con relación a un mismo tipo de procedimiento o conflicto […]”,[1] refiere.

Más allá de la torpeza evidente de hacerse eco de esa tontería que la Constitución general de la República consigna, en el sentido de que las entidades de la República son soberanas (porque no lo son), el proyecto de Código que nos ocupa debe ser revisado a fondo. Es verdad que expedir un Código de su tipo constituye un gran acierto, porque urgía, empero como ya dije, también lo es que deben purgarse los vicios y yerros que contiene.

Es evidente que sus iniciadores, redactores, asesores y cómplices —toda laya de colaboradores se empeñó en la hechura del engendro, algunos de ellos verdaderos asnos y acémilas (todo sea para respetar el género)— no tenían, ni tienen, la menor idea de los fundamentos constitucionales que hoy por hoy rigen al Estado mexicano; e incluso carecen de conocimientos suficientes para redactar en forma correcta algunos artículos o párrafos, sobre todo y con especial énfasis, aquellos que no han sido consagrados por la legislación, la doctrina o la jurisprudencia. En lo novedoso, casi sin excepción, se equivocan una y otra vez, cubriéndose de ridículo a sí mismos y a su obra.

Dicho de otra forma, durante largos seis años (de 2017 a 2023), la comitiva de jumentos hizo supuestamente su mejor esfuerzo y ni el amontonamiento de burros (y burras) fue bastante para manufacturar un producto digno del esfuerzo requerido y la importancia del proyecto en ciernes; o dicho de otra forma, como diría mi abuelita Esther en relación con causas menos meritorias, salieron con su batea de babas.

Antes de destacar el que quizá constituye uno de sus peores desaciertos, pues refleja una ignorancia supina y un manifiesto desprecio por el federalismo que, se supone, los senadores deberían honrar y proteger, es preciso realizar algunos apuntes previos: La Constitución federal en su artículo 41, consigna que el pueblo ejerce su soberanía por medio de los poderes de la Unión, en los casos de la competencia de éstos, y por los de los estados, en lo tocante a su régimen interior. Lo anterior es un disparate, porque resulta incuestionable que ninguno de los poderes creados por la Carta Magna puede, aun y cuando así lo disponga de manera expresa el texto constitucional, ejercer la soberanía que, en principio, está depositada en el pueblo de México[2] y solo en él, ello porque los poderes de los distintos órdenes de gobierno son meros entes creados ex profeso, con facultades delimitadas con precisión merced a la propia Constitución y a la ley.

La primera encomienda de cualquier Constitución del tipo de la nuestra, rígida, es crear los poderes públicos; y en segundo lugar, dotar a éstos de las facultades necesarias para cumplir con su cometido; ese acto es, en definitiva, un acto de limitación y acotamiento: “Una vez terminada dicha obra cuyo producto es la Constitución, el poder constituyente cesa y surgen los poderes constituidos que sustentan su actuación en su previsión constitucional. Surge, así, la separación nítida entre poder constituyente y poderes constituidos o instituidos por la Constitución y subordinados a la misma”.[3]

Más aun, como bien llegó a sostener don Manuel Herrera y Lasso, la única razón de ser de la actividad constitucional es refrenar a la autoridad: “La Constitución y el espíritu que la anima son barrera real opuesta a la arbitrariedad, al despotismo y a los excesos del Poder, y solución adecuada del problema vital de las relaciones entre gobernantes y gobernados”.[4]

Continuará…

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[1] Énfasis añadido.

[2]Artículo 39. La soberanía nacional reside esencial y originariamente en el pueblo. Todo poder público dimana del pueblo y se instituye para beneficio de éste. El pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de su gobierno”.

[3] NOGUEIRA ALCALÁ, Humberto. “Consideraciones sobre poder constituyente y reforma de la constitución en la teoría y la práctica constitucional” en revista Ius et Praxis, vol. 15, número 1, Talca, 2009, Chile, pp. 229-262, p. 231.

[4] HERRERA Y LASSO, Manuel. Estudios Constitucionales, segunda Serie, 2.ª edición, Jus, México, 1990, p. 18.

MI BIBLIOTECA 2.ª DE 2 PARTES.

En la entrega pasada sostuve —en alusión a que toda biblioteca es un viaje y todo libro es un pasaporte sin caducidad que ya lo intuía yo. Hace justos diez años, en el 2013, escribí: “Merced al hábito de la lectura conocemos personas (incluso ya muertas) o visitamos sitios… inexistentes. Leer nos acerca a personajes, situaciones, lugares y costumbres lejanas en el tiempo y en el espacio. Yo he estado en el Egipto de los faraones; la Roma de los césares; la Grecia de Aquiles, de Platón, de Pericles; el Japón de los samuráis; la España prometedora de los Reyes Católicos y la oscura península del Generalísimo; la Francia medieval; la Italia renacentista; la Inglaterra de la Reina Victoria; la China de Mao; o la Alemania devastada de Hitler; he surcado océanos y cruzado desiertos. He cabalgado al lado de Napoleón, de Pancho Villa, de Gengis Kan, de Alejandro Magno, de beduinos —a lomo de camellos— o de apaches, montados a pelo, en veloces mustangos; y he atravesado toda Asia, de ida y vuelta, al lado de Marco Polo”.

Pues llevo días instalado en un Londres a mitad de la segunda década de este siglo XXI, al lado de Cormoran Strike, un veterano de guerra convertido en detective privado que trabaja desde una cochambrosa oficina ubicada en la calle de Dinamarca, junto a —primero su secretaria temporal y luego socia— Robin Ellacott, de quien se halla secretamente enamorado (aunque él lo niegue). No conforme, ya vi todos los capítulos de Strike, una serie basada en las novelas escritas por (ya lo había dicho) J. K. Rowling, bajo el seudónimo Robert Galbraith.

Esta experiencia estética (de algún modo hay que llamarla), me lleva al quid de estos párrafos que iniciaron la semana pasada. A través de los libros, los seres humanos viajamos a otros mundos, épocas, latitudes, empero también nos perdemos en historias aparentemente ajenas… al final de cuentas, hay una sola historia: una historia compartida, la historia del mundo, la historia de la humanidad.

Así es, cuando leemos, tampoco vamos tan lejos; página tras página, al leer, también emprendemos un viaje interior. Un viaje hacia dentro de nosotros, hacia nuestra intimidad, hacia esa zona, a veces ignota, a veces no tanto, llena de todo aquello que nos habita o nos alumbra, que nos define, nos modela, nos moldea, nos hace ser lo que somos y quienes somos.

Leer nos descubre a nosotros mismos, nos desvela parte de nuestro ser, ese que en ocasiones nos elude, se nos esconde, pero siempre nos cerca. Estamos presos, somos reos de nuestras pulsiones, pasiones, caprichos, debilidades y deseos secretos. Creemos que nos conocemos, pero no es verdad; o mejor dicho, no siempre es verdad. Leer nos permite la introspección, nos facilita el autoexamen.

Leer nos invita a hacer una pausa, un alto en el quehacer cotidiano, en el diario trajín que nos lleva de aquí para allá de manera ciega. Buena parte de nuestras actividades las emprendemos por obligación, por necesidad, por rutina o costumbre; mucho de lo que hacemos lo hacemos en respuesta a una serie de estímulos externos: familia, trabajo, estudio, a veces hasta el ocio, nos es heredado o impuesto.

Leer nos auxilia en la tarea de vencer nuestra ignorancia. No sólo sobre datos, cifras o acontecimientos, sino sobre aquello que no mueve, que dicta nuestras acciones u omisiones. Al leer una anécdota, un personaje, un recuerdo, una situación, se despierta la memoria, se agudiza la comprensión, se facilita el entendimiento, la imaginación se desborda, la realidad se explica; y eso nos permite comunicarnos mejor con nosotros mismos. Nos brinda hechos para compararnos, no regala palabras para poder explicarnos y ejemplos qué emular.

En el ya referido El Infinito en un Junco,[1] la autora nos recuerda que Alejandro se hacía acompañar permanentemente por un libro, La Ilíada; lo hacía para recordarse las gestas de Aquiles. El gran guerrero se descubrió a sí mismo a través de un poema épico que le descubrió no sólo quién era sino quién quería ser. Un libro, grabado a fuego en el alma de un muchacho, fue capaz de transformar el mundo conocido hasta ese momento. Que nadie menosprecie, que nadie se atreva a minimizar, la importancia de un libro. Lea.

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[1] VALLEJO, Isabel. El Infinito en un Junco, DEBOLSILLO, 11.ª impresión, 2022, México.

MI BIBLIOTECA. 1.ª DE 2 PARTES.

Durante años (décadas), me pregunté por qué ese afán mío de comprar libros. El origen de mi afición —que conste— lo ignoro. Se remonta, lo sé de fijo, a más de medio siglo atrás, pero el porqué, la verdadera razón, el auténtico motivo, lo desconozco. Se pierde en la caliginosa oscuridad del inconsciente.

Lo anterior viene a cuento porque esta temporadita me agarró como tantas otras, leyendo como loco y comprando más libros. Leí cuatro títulos (“pocos”, dirán algunos) que juntos suman unas dos mil páginas, lo que aclaro para que no se vaya a pensar que holgazaneé; y me compré otros quince (creo). Entre ellos, varias novelas de un autor francés, Georges Simenon; dos de un viejo recién conocido, el español Manuel Vázquez Montalbán; una de Pérez Reverte que regalé hace mucho tiempo (la primera de la serie de Alatriste); varios ensayos de Octavio Paz, a estas alturas de mi vida me sale más fácil aunque no más barato comprar libros que ya leí a encontrar los ya leídos en ese batiburrillo que tengo por biblioteca y que se halla repartida en varias partes; uno con apuntes biográficos sobre Agatha Christie y dos novelas inéditas de Hércules Poirot (el título promete); una primicia, el Mago del Kremlin, ópera prima de Giuliano da Empoli; entre otros.

Creo que debo dejar de viajar porque, a este paso, me va a faltar vida para acabar con tanto pendiente; sin contar que tengo un librerito en mi despacho con unos veinte títulos por leer, o séase, ya tengo treintaicinco pendientes; más que suficientes de aquí a julio pues, me conozco mosco, en otra escapadita que me dé, voy a comprar una veintena más.

Novedades hay varias, la más destacable (nunca digas: “de esta agua no beberé”), es que empecé a leer a J. K. Rowling quien, para mayores datos, es la autora del célebre (¡puaj!), Harry Potter. Me explico: como lector ávido que soy (para no decir cochino vicioso), hace muchos, muchos años, empecé a leer la saga del mozalbete aprendiz de mago; como me ha ocurrido varias veces, entre ellas con El Señor de los Anillos, no pasé de las primera páginas; le di hasta donde pude (una cincuenta o sesenta páginas) y ahí paré, sin resuello y sin ganas de continuar. Las pelis sí las vi, todas, porque en algún momento de su infancia, el Adolfo adoraba al minibrujo y nunca supimos, bien a bien, si darse de narices con las paredes (le quedó chatita) a cada rato era un secreto afán de emular a su ídolo o sólo por despistado.

Pues con esta señora me pasó igual… hasta el lunes o martes, cuando pepené un libro a las carreras y ya no lo solté hasta anteayer: Sangre Turbia.[1] Se trata de una saga (otra) cuyo protagonista es un investigador cojo, Cormoran Strike, auxiliado por su ayudanta (nótese mi esfuerzo por emplear un lenguaje inclusivo), Robin, quienes se meten en cada broncón que para qué les cuento. Total, bue ní si ma. Lo único malo es que ésta es la quinta entrega, de tal suerte que debo emplearme a fondo para conseguir los otros cuatro títulos, ni modo, como dicen los franceses: c’est la vie. Para lo flojonazos que nunca faltan, les dejo el dato de que en HBO hay una serie que tiene a ambos personajes por protagonistas.

Sin embargo, cuando empecé estas líneas no iba a hablar de lo que he estado hablando pues, como dice Marguerite Duras: “Escribir es intentar descubrir lo que escribiríamos si escribiésemos”; mi intención era aludir, recién ahora comienzo, a mi biblioteca, a ese entusiasmo perdurable que hacía decir a María, mi hija, cuando era pequeña y le tocaba ayudar a limpiar la recámara: “¡Ay, mi papá! ¿Por qué será tan libriento?” (me acaba de confesar que a nada mejor qué hacer, tomaba un libro al azar y se ponía a dibujar garabatos en él).

Pues bien, durante en estos días, uno de los libros que leí fue un ensayo que me llegó de la mano de la bendita amistad (gracias, Laura), titulado: El Infinito en un Junco[2] que explica bien este arrebato desbordado, que ya intuía yo, pero no había cristalizado en mi ánimo en forma tan certera: “La pasión del coleccionista de libros se parece a la del viajero. Toda biblioteca es un viaje, todo libro es un pasaporte sin caducidad”.[3]

¡Qué forma extraordinaria de decirlo!

Continuará…

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[1] GALBRAITH, Robert. Sangre Turbia, Planeta.

[2] VALLEJO, Isabel. El Infinito en un Junco, DEBOLSILLO, 11.ª impresión, 2022, México.

[3] Ibídem., p. 40.

MUERTE EN LA FRONTERA.

Parece título de película perteneciente a la época del Cine de Hojalata mexicano —o séase los setentas y ochentas—, pero no, es la horrible verdad ocurrida el pasado 27 de marzo.

La tragedia, un incendio en un centro a cargo del Instituto Nacional de Migración, cobró la vida de al menos 39 migrantes. En total, 68 personas, provenientes de diferentes países, al menos de seis nacionalidades distintas, estaban ingresadas en el centro de detención que, sin ser una “cárcel” (propiamente dicho), se parece mucho a una, puesto que tiene rejas, accesos clausurados con cerrojos y sirve para mantener retenidos, sin su consentimiento, a un grupo de individuos.

La cosa es simple, de Acteal a Ayotzinapa, pasando por la guardería ABC, la voz del eterno candidato a la Presidencia de la República, Andrés Manuel López Obrador, se dejó oír fuerte y clara: en todos los casos, ciega, inexorable, implacable e inmisericorde, la justicia debía prosperar para lograr que la responsabilidad alcanzara a las más altas magistraturas del país, fuera quien fuera; con voz tonante, a los cuatro vientos, con dedo flamígero, certero, contundente, el entonces abanderado de las causas difíciles y presidente de MORENA, en relación con el caso Ayotzinapa, señaló: “Peña debe renunciar antes del primero de diciembre”.[1]

En el asunto que nos ocupa, la muerte de docenas de inmigrantes como consecuencia de la crueldad, incompetencia e irresponsabilidad de un montón de funcionarios federales, involucra por lo menos a dos personajes de talla nacional y, casualmente, aspirantes a suceder al Presidente; ellos son el secretario de Gobernación, Adán Augusto López, y el de Relaciones Exteriores, Marcelo Ebrard. Ninguno de los dos, hasta la fecha, ha sido señalado como autor, responsable o por lo menos corresponsable del siniestro, por ningún orden de autoridad.

Si acaso, lo más destacable en este sentido, es la repartición de culpas entre ellos: “Al tiempo que la indignación y la vergüenza recorren el país, todas las dudas convergen en una pregunta: ¿Quién asume la responsabilidad tras lo sucedido en Ciudad Juárez? ¿Quién responde por el hacinamiento, las malas condiciones de estos espacios, la inacción de las autoridades inmediatas, las violaciones a los derechos humanos, la política para contener el éxodo desde Centroamérica? El incendio ha revelado las fisuras del sistema migratorio mexicano y ha provocado una fractura entre la Secretaría de Gobernación de Adán Augusto López y la cartera de Relaciones Exteriores (SRE), a cargo de Marcelo Ebrard […] A unas horas de la tragedia, López se deslindó y dijo que no tenía nada que responder sobre el tema. El secretario declaró que, aunque el INM depende de Gobernación, él no es el encargado del sistema migratorio y señaló a Ebrard como el máximo responsable de rendir cuentas sobre lo sucedido”; por su parte, Ebrard señaló que dejaba “cualquier consideración de índole política para otros momentos”.[2]

Si se necesitaban pruebas de la mendacidad de AMLO, de la incoherencia de su discurso y de su desmemoria, este es un buen ejemplo para sacar a colación la proclividad del primer mandatario a tergiversar los hechos cuando estos se empeñan en contradecir sus dichos, creencias o mitos, que alimentan su discurso cotidiano. Si fuera un mínimo congruente, sin él habitara un tantito de decencia, pediría la renuncia inmediata de estos dos majaderos, sí, de ambos, porque fue su ineptitud la que derivó en estos hechos de muerte y desolación.

Por otro lado, no pueden concluir estas líneas sin destacar la infame presencia de otro mentecato, me refiero a Javier Corral. Este tarado, con ese espíritu carroñero que lo caracteriza en los últimos tiempos, en sus cuentas de Facebook y de Twitter, alude a los gobiernos locales (estatal y municipal), como responsables de la tragedia, sirviéndose para ello de información tendenciosa o, por decir lo menos, equívoca.

Es una pena que los pantaloncitos que alguna vez hizo lucir ante los medios de comunicación, se echen ahora en falta y eluda señalar —con esa voz impostada que tan bien conocemos—, con toda claridad y firmeza, la ineludible responsabilidad del gobierno federal en estos hechos, particularmente de las dos secretarías citadas y la omisión criminal del presidente de la República.

Javier, es claro, utiliza su disminuida presencia para atacar a sus adversarios, reales o imaginarios, y lamer con su silencio (ojo con la singular, pero esclarecedora, metáfora), las suelas de su amo en turno, el mismísimo Andrés Manuel. ¡Qué pena y qué desastre para Chihuahua!, porque es seguro que a Javier le queda todavía mucha cuerda y vendrá en el 24, sin duda, a jorobarnos la existencia desde la curul que en la Cámara Baja le aguarda, como premio a su complicidad encubridora y su desvergüenza o, parodiando el refrán, “¡A ese perro con ese hueso!”.

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[1] Artículo de René Alberto López titulado: “Peña debe renunciar antes del primero de diciembre”, publicado el 22 de noviembre de 2014, por el periódico La jornada.

[2] Artículo de Elías Camhaji titulado: “Marcelo Ebrard y Adán Augusto López chocan por el reparto de responsabilidades tras la tragedia de Ciudad Juárez”, publicado el 29 de marzo de 2023, por el periódico El País.