ESTO YA NO ES PRÁCTICO.

Envejezco. Lo noto en un montón de avisos que empiezan a parecer sentencias.

Me he vuelto de lágrima fácil. A mí, que me conmueven muy pocas cosas, y la gran mayoría las he encontrado entre las páginas de algún libro, me asaltan ahora una ganas de llorar que quedan en eso, en ganas, acompañadas de una o dos gotitas traicioneras que empañan la mirada y se escurren por entre las patas de gallo.

Pues la semana pasada, cuando vi la fotografía que encabeza estos párrafos y leí lo que escribió Adolfo: “esto ya no es práctico”, sentí cómo se removía algo en mi interior que no sé cómo nombrar, pero que definitivamente estrujó mi corazón. La fotografía no cuenta ninguna historia, o tal vez sí, pero no es explícita en lo absoluto. Sólo es un gran montón de libros apilados al tuntún sobre una superficie de madera, colocada delante de un pequeño librero también atestado.

¿Cuál es esa historia sin contar? La mía, tal vez, la de hace muchos ayeres, cuando leía, leía y leía. Cuando el celular no había llegado a mi vida, ni la docencia, ni las “clases” diarias de francés (gracias al Duolingo), ni las cientos de páginas a revisar en cada toca que resolví en la Sala, ni las maratónicas sesiones necesarias para implementar la reforma laboral o, más recientemente, el incesante ajetreo electoral.

Esa fotografía me recuerda a mí y al placer íntimo, cálido, entrañable, que experimentaba un yo maravillado por la armonía, la belleza, la profundidad o la sabiduría guardadas dentro de los miles y miles de páginas leídas durante mi adolescencia y juventud. Historias de amor, de aventuras, de muerte, de intriga; biografías, dramaturgia, poesía, ensayos, ¡cuánto leí y cuánto disfruté! ¡Cuánto conocí!

A menudo recuerdo que en el transcurso de mi vida he llorado en tres ocasiones al visitar por primera vez un lugar: el zócalo de la ciudad de México, un tablao andaluz y al museo Vincent van Gogh en Ámsterdam. Todas esas experiencias las he repetido, algunas infinidad de veces, y siempre he regresado a esos sitios con el corazón henchido y la memoria intacta. En todos esos parajes estuve antes, mucho antes de haberlos visitado en persona, merced a los libros. Gracias a ellos, a los libros, a mi alma, a mi corazón, a mi cabeza, les crecieron alas. Por eso cuando mis pasos me llevaron a esos lugares y mis ojos constataron el prodigio de que esa realidad coincidía con las palabras que la anticiparon, se me derritió el corazón y se me quiso salir, licuado, por los ojos.

Luego del regalo de la vida —de la buena vida que gracias a Lola y a Paty he tenido (y a un buen montón de gente, a quienes de mencionarlos a todos por su nombre agotaría estas páginas)— puedo afirmar que “aprender a leer es la cosa más importante que me ha pasado en la vida”. Ésas fueron las palabras iniciales de Mario Vargas Llosa en la ceremonia de entrega del premio Nobel; y quiero decirles que comparto cada una de ellas: aprender a leer es la experiencia más importante, más emocionante, más significativa, más extraordinaria y más enriquecedora que me ha ocurrido en la vida.

Mi amor por la letra impresa no tengo la menor idea de dónde proviene ni cuál es su auténtico origen (más allá de lo que me contaban mi abuela o mi madre: que me enseñaron a leer en casa para que no estuviera dando lata a las visitas), sólo sé que, desde aquella lejana época, cuando empecé a hojear mis primeras páginas, ese vértigo, ese pozo, ese cielo y ese universo que el autor nos promete en su travesía por el mundo que recién empieza a descubrir, es verdad. Los libros son, además de aquello que ya he escrito, anteojos: permiten ver mejor la realidad circundante.

Por eso escribí que la fotografía no cuenta ninguna historia, o tal vez sí, porque sin referirlo de manera expresa, la foto compendia por lo menos dos biografías: la mía y la de Adolfo. Dos vidas entre libros, una que recién comienza, otra que lejos de concluir (esperemos) está en impasse. Por eso la emoción, el júbilo, la nostalgia, la sonrisa de medio lado, por eso, también, el amago de las lágrimas.

Como sea, que lea el Adolfo, qué lea, qué lea, “la Virgen de la Cueva, los pajaritos cantan, la luna se levanta. ¡Que sí, que no, que caiga un chaparrón!”.

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Luis Villegas Montes.

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